miércoles, 5 de enero de 2011

Un milagro

Un santo milagroso. Eso era. Las beatas del pueblo juraban que lo habían visto sudar, sangrar y llorar. Desde la capital una agencia turística organizaba excursiones para mostrar al Santo.


Para unos se trataba de San Miguel; para otros, de Santo Domingo o de San Bartolomé y no faltó quien afirmara  que se trataba de un San Sebastián ; algo extraño, ya que le faltaban las flechas. Y como la propia iglesia no se ponía de acuerdo, la feligresía optó por llamarlo el Santo y nada más. De todas maneras, el párroco estaba encantado con el aluvión limosnero.


Marcela no vino en excursión. Ella y sus padres vivían desde siempre en el pueblo, o sea que conocía al Santo desde niña. Su imagen habían estado presente desde sus primeros sueños infantiles. Ahora tenía diecisiete años y era la más linda en varias leguas a la redonda.


También el Santo era apuesto y cuando Marcela iba a la capilla y se arrodillaba frente al altarcito lateral en que el Santo moraba, su devoción tenía sutiles trazos de amor humano. Una mañana de lunes, cuando el templo estaba desierto, la muchacha se acercó al Santo, lo miró largamente y esta vez su suspiro fue profundo. Luego se arrimó y comenzó a besar minuciosamente aquellos dolidos pies de yeso. Luego acompañó sus besos con caricias en las piernas descaradas.


De pronto sintió que algo humedecía su brazo. Al comienzo no quiso creerlo, pero era así. Un milagro inédito, después de todo.


Porque aquello no era llanto ni sangre ni sudor. Era otra cosa.












Extraído del libro La borra del café de Mario Benedetti